miércoles, 22 de febrero de 2012

Mondo bizarro


Joey Ramone era un personaje extraño. Casi una caricatura. El típico chaval que, de haber nacido hoy en día, sería conocido en toda la ciudad; el típico notas detrás del cual siempre andaría algún gracioso haciéndole fotos, grabando vídeos, poniendo comentarios sobre él en Internet. Porque Joey llamaba demasiado la atención.

Demasiado alto y demasiado delgado, llevaba ropa oscura y ajustada que aún marcaba más su enfermiza figura. Su inexpresiva cara quedaba casi siempre oculta por unas gafas de sol, a su vez enterradas bajo una desordenada cabellera. 

Como persona, Joey era alguien más bien retraído, callado. Sin embargo, cuando abría la boca, decía cosas bastante razonables. Tenía mucha imaginación, demasiada, quizá más de la que la sociedad de entonces podía soportar. Le tachaban de loco, pero no cariñosamente, como se hace con los genios. No era un artista loco, no era un loco carismático: él era un loco indeseable. Jamás nadie se molestó en averiguar qué existía bajo esa descuidada melena, ni recibió en vida el reconocimiento que se merecía.

Y así transcurrió su vida, errática como su torpe caminar; de bandazos entre la emoción y el dolor, la fama y la incomprensión, la traición y el compañerismo. Por la noche, la larga sombra de las calles de Nueva York que se ahogaba en depresión y excesos. Y por las mañanas, el viejo Atlas que, como cada día y como todo el mundo, debía cargar a sus espaldas con este mundo bizarro. Hasta que el pobre hombre se murió con 40 y tantos años en un hospital de Nueva York, tras una larguísima enfermedad que puso colofón a su patética vida.

¿Y qué es lo que hace especial a este hombre frustrado, a esta sombra decaída? Tal vez lo que tenía dentro de su cabeza. Porque especial debía tener en su mente para cantar What a Wonderful World mientras su enfermedad le comía por dentro. Para tachar de maravilloso al bizarro mundo que le mató a él. El mundo que nos matará a todos.


domingo, 5 de febrero de 2012

La doble cara del progreso

Siempre me ha impresionado la historia de mi bisabuela.
Nació no hace tantos años, a principios del siglo XX, o a finales del XIX. Según los historiadores, esta época se caracterizó por una creciente industrialización y desarrollo en varios países de Europa.
No en la rural y deprimida Castilla. Donde nació ella.

Mi bisabuela se dedicó al duro trabajo del campo desde que tuvo uso de razón, y nunca fue a la escuela. Era de una familia extremadamente pobre, de modo que se tuvo que casar jovencísima para poder sobrevivir. A mi edad, ya tenía dos hijos. Y con 23 años, se murió. De una apendicitis.

Y ya está, esa fue toda su vida.

Y yo, que apenas me separan 2 generaciones y un siglo de esta mujer a la que debo una parte importante de mis genes, tengo una vida radicalmente distinta a la suya. Yo, ahora mismo, tengo la oportunidad de estudiar, de viajar, de conocer y aprender cada día cosas nuevas. Voy al supermercado, y encuentro comida; puedo llegar a la otra punta del mundo en cuestión de unas horas. Si me entra una apendicitis, voy al hospital, me la curan y al poco tiempo, si no surgen complicaciones, estaré otra vez en casa. Y si me caso y tengo hijos, será algo que dependerá de mi voluntad y que podré hacer a la edad que quiera.

Tengo una esperanza de vida de más de 80 años.

Y todo gracias al progreso. A ese brutal escalón que hemos subido en los países desarrollados, que nos ha permitido conocer una calidad de vida sin precedentes en la historia humana.

Pero este progreso tiene un precio. Más concretamente, es una deuda que la humanidad actual está contrayendo con la naturaleza, y de momento nosotros no estamos pagando esa deuda. Entonces, ¿quién lo hará?

Quizá lo haga mi bisnieta. Ella nacerá, posiblemente, a finales del siglo XXI o a principios del siglo XXII. Y se encontrará con un mundo contaminado, sobreexplotado, lleno de humo y basura. Vivirá una tercera (o cuarta) guerra mundial, pues las personas serán muchas y los recursos serán pocos. Y no conocerá los glaciares ni los bosques más que por los viejos libros de historia.
Mi bisnieta, cada noche, mirará al cielo preguntándose cuándo descubrirán de una puta vez un planeta similar a la Tierra al que poder huir, pues estará muy disgustada de la herencia que le ha dejado la generación de su bisabuela.

Y he aquí mi dilema intergeneracional: mi bisabuela y mi bisnieta me tiran cada una de un brazo. Mi bisabuela dice "progreso". Y mi bisnieta, "sostenible". Y la frase que forman las dos palabras es por lo que debemos luchar si queremos un mundo más justo con nuestros ancestros y nuestros descendientes.